FEDERICO GARCÍA LORCA
FRAGMENTOS de Teoría y Juego del Duende
Estos
sonidos negros son el misterio, las raíces que se clavan en el limo que todos
conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es sustancial en
el arte. Sonidos negros dijo el hombre popular de España y coincidió con
Goethe, que hace la definición del duende al hablar de Paganini, diciendo:
"Poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica".
Así,
pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. (…)
"El duende no está en la garganta; el duende sube por dentro desde
la planta de los pies". Es decir, no es cuestión de facultad, sino de
verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de
creación en acto.
El
duende de que hablo, oscuro y estremecido, es descendiente de aquel alegrísimo
demonio de Sócrates, mármol y sal que lo arañó indignado el día en que tomó la
cicuta, y del otro melancólico demonillo de Descartes, pequeño como almendra
verde, que, harto de círculos y líneas, salió por los canales para oír cantar a
los marineros borrachos.
Todo
hombre, todo artista llamará Nietzsche, cada escala que sube en la torre de su
perfección es a costa de la lucha que sostiene con un duende, no con un ángel,
como se ha dicho, ni con su musa. Es preciso hacer esa distinción fundamental
para la raíz de la obra.
El
ángel deslumbra, pero vuela sobre la
cabeza del hombre, está por encima, derrama su gracia, y el hombre, sin ningún
esfuerzo, realiza su obra o su simpatía o su danza.
La
musa dicta, y, en algunas ocasiones, sopla. Puede
relativamente poco, porque ya está lejana y tan cansada (yo la he visto dos
veces), que tuve que ponerle medio corazón de mármol. Los poetas de musa oyen
voces y no saben dónde, pero son de la musa que los alienta y a veces se los
merienda.
Ángel
y musa vienen de fuera; el ángel da luces y la musa da formas (Hesíodo aprendió
de ellas). Pan de oro o pliegue de túnicas, el poeta recibe normas en su
bosquecillo de laureles. En cambio, al duende hay que despertarlo en las
últimas habitaciones de la sangre.
L
a
verdadera lucha es con el duende.
Para
buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Solo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota,
que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que hace
que Goya, maestro en los grises, en los platas y en los rosas de la mejor
pintura inglesa, pinte con las rodillas y los puños con horribles negros de
betún.
Los
grandes artistas del sur de España, gitanos o flamencos, ya canten, ya bailen,
ya toquen, saben que no es posible ninguna emoción sin la llegada del duende.
Entonces
La Niña de los Peines se levantó como una loca, tronchada igual que una llorona
medieval, y se bebió de un trago un gran vaso de cazalla como fuego, y se sentó
a cantar sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada, pero...
con duende. Había logrado matar todo el andamiaje de la canción para dejar paso
a un duende furioso y abrasador, amigo de vientos cargados de arena, (…)
La
Niña de los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba oyendo
gente exquisita que no pedía formas, sino tuétano de formas, música pura con el
cuerpo sucinto para poder mantenerse en el aire. Se tuvo que empobrecer de
facultades y de seguridades; es decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse
desamparada, que su duende viniera y se dignara luchar a brazo partido. ¡Y cómo
cantó! Su voz ya no jugaba, su voz era un chorro de sangre digna por su dolor y
su sinceridad, y se abría como una mano de diez dedos por los pies clavados,
pero llenos de borrasca, de un Cristo de Juan de Juni.
España
está en todos tiempos movida por el duende, como país de música y danza
milenaria, donde el duende exprime limones de madrugada, y como país de muerte,
como país abierto a la muerte.
En
cambio, el duende no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de
rondar su casa, si no tiene seguridad de que ha de mecer esas ramas que todos
llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo.
Con
idea, con sonido o con gesto, el duende gusta de los bordes del pozo en franca
lucha con el creador. Ángel y musa se escapan con violín o compás, y el duende
hiere, y en la curación de esta herida, que no se cierra nunca, está lo
insólito, lo inventado de la obra de un hombre.
La
virtud mágica del poema consiste en estar siempre enduendado para bautizar con
agua oscura a todos los que lo miran, porque con duende es más fácil amar,
comprender, y es seguro ser amado, ser comprendido, y esta lucha por la
expresión y por la comunicación de la expresión adquiere a veces, en poesía,
caracteres mortales.
Hemos
dicho que el duende ama el borde, la herida, y se acerca a los sitios donde las
formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones visibles.
El
duende no se repite, como no se repiten las formas del mar en la borrasca.
España
es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte
toca largos clarines a la llegada de las primaveras, y su arte está siempre
regido por un duende agudo que le ha dado su diferencia y su calidad de
invención.
Señoras
y señores: He levantado tres arcos y con mano torpe he puesto en ellos a la
musa, al ángel y al duende.
El
duende... ¿Dónde está el duende? Por el arco vacío entra un aire mental que
sopla con insistencia sobre las cabezas de los muertos, en busca de nuevos
paisajes y acentos ignorados: un aire con olor de saliva de niño, de hierba
machacada y velo de medusa que anuncia el constante bautizo de las cosas recién
creadas.
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